miércoles, 11 de junio de 2014


DON QUIJOTE 
DE LA MANCHA

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho 
tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco 
y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, 
duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura 
los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían 
sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, 
los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa 
una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y 
un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. 
Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, 
seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren 
decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna 
diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas 
verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a 
nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad. 
Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que 
eran los más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, 
que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su 
hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas 
hanegas de tierra de sembradura, para comprar libros de caballerías en que leer; y 
así llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le 
parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva: porque la 
claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le parecían de perlas; y 
más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío, donde en 
muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de 
tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, 
y también cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las 
estrellas se fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la 
vuestra grandeza. Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el 
juicio, y desvelábase por entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo 
sacara, ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para sólo ello.

Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efecto 
su pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo 
su tardanza, según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, 
sinrazones que enmendar, y abusos que mejorar, y deudas que satisfacer; y así, 
sin dar parte a persona alguna de su intención, y sin que nadie le viese, una 
mañana, antes del día (que era uno de los calurosos del mes de Julio), se armó de 
todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó 
su adarga, tomó su lanza, y por la puerta falsa de un corral, salió al campo con 
grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a 
su buen deseo. Mas apenas se vió en el campo, cuando le asaltó un pensamiento 
terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa: y fue que le 
vino a la memoria que no era armado caballero, y que, conforme a la ley de 
caballería, ni podía ni debía tomar armas con ningún caballero; y puesto qeu lo 
fuera, había de llevar armas blancas, como novel caballero, sin empresa en el 
escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. 
Estos pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas pudiendo más su 
locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero del primero que 
topase, a imitación de otros muchos que así lo hicieron, según él había leído en los 
libros que tal le tenían. En lo de las armas blancas pensaba limpiarlas de manera, 
en teniendo lugar, que lo fuesen más que un armiño: y con esto se quietó y 
prosiguió su camino, sin llevar otro que el que su caballo quería, creyendo que en 
aquello consistía la fuerza de las aventuras. Yendo, pues, caminando nuestro 
flamante aventurero, iba hablando consigo mismo, y diciendo: ¿Quién duda sino 
que en los venideros tiempos, ciando salga a luz la verdadera historia de mis 
famosos hechos, que el sabio que los escribiere, no ponga, cuando llegue a contar 
esta mi primera salida tan de mañana, de esta manera? "Apenas había el rubicundo 
Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus 
hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas 
lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora 
que dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del 
manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero D. 
Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo 
Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel." (Y 
era la verdad que por él caminaba) y añadió diciendo: "dichosa edad, y siglo 
dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse 
en bronce, esculpirse en mármoles y esculpirse en mármoles y pintarse en tablas 
para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien 
ha de tocar el ser coronista de esta peregrina historia! Ruégote que no te olvides de 
mi buen Rocinante compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras." Luego 
volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado: "¡Oh, princesa 
Dulcinea, señora de este cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en 
despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento de mandarme no parecer 
ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, de membraros de este vuestro sujeto 
corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece." 
Con estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le 
habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje; y con esto caminaba tan 
despaico, y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a 
derretirle los sesos, si algunos tuviera. Casi todo aquel día caminó sin acontecerle 
cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba, poerque quisiera topar luego, 
con quien hacer experiencia del valor de su fuerte brazo. 
Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la de Puerto 
Lápice; otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido 
averiguar en este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha, es 
que él anduvo todo aquel día, y al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre; y que mirando a todas partes, por ver si descubriría algún 
castillo o alguna majada de pastores donde recogerse, y adonde pudiese remediar 
su mucha necesidad, vió no lejos del camino por donde iba una venta, que fue 
como si viera una estrella, que a los portales, si no a los alcázares de su redención, 
le encaminaba. Dióse priesa a caminar, y llegó a ella a tiempo que anochecía. 
Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, de estas que llaman del partido, las 
cuales iban a Sevilla con unos arrieros, que en la venta aquella noche acertaron a 
hacer jornada; y como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o 
imaginaba, le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído, luego que 
vió la venta se le representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles 
de luciente plata, sin faltarle su puente levadizo y honda cava, con todos aquellos 
adherentes que semejantes castillos se pintan. 
Fuese llegando a la venta (que a él le parecía castillo), y a poco trecho de ella 
detuvo las riendas a Rocinante, esperando que algún enano se pusiese entre las 
almenas a dar señal con alguna trompeta de que llegaba caballero al castillo; pero 
como vió que se tardaban, y que Rocinante se daba priesa por llegar a la 
caballeriza, se llegó a la puerta de la venta, y vió a las dos distraídas mozas que allí 
estaban, que a él le parecieron dos hermosas doncellas, o dos graciosas damas, 
que delante de la puerta del castillo se estaban solazando. En esto sucedió acaso 
que un porquero, que andaba recogiendo de unos rastrojos una manada de puercos 
(que sin perdón así se llaman), tocó un cuerno, a cuya señal ellos se recogen, y al 
instante se le representó a D. Quijote lo que deseaba, que era que algún enano 
hacía señal de su venida, y así con extraño contento llegó a la venta y a las damas, 
las cuales, como vieron venir un hombre de aquella suerte armado, y con lanza y 
adarga, llenas de miedo se iban a entrar en la venta; pero Don Quijote, coligiendo 
por su huida su miedo, alzándose la visera de papelón y descubriendo su seco y 
polvoso rostro, con gentil talante y voz reposada les dijo: non fuyan las vuestras 
mercedes, nin teman desaguisado alguno, ca a la órden de caballería que profeso 
non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan altas doncellas, como 
vuestras presencias demuestran. Mirábanle las mozas y andaban con los ojos 
buscándole el rostro que la mala visera le encubría; mas como se oyeron llamar 
doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la risa, y fue de 
manera, que Don Quijote vino a correrse y a decirles: Bien parece la mesura en las 
fermosas, y es mucha sandez además la risa que de leve causa procede; pero non 
vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante, que el mío non es de al 
que de serviros. 
El lenguaje no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro caballero, 
acrecentaba en ellas la risa y en él el enojo; y pasara muy adelante, si a aquel 
punto no saliera el ventero, hombre que por ser muy gordo era muy pacífico, el 
cual, viendo aquella figura contrahecha, armada de armas tan desiguales, como 
eran la brida, lanza, adarga y coselete, no estuvo en nada en acompañar a las 
doncellas en las muestras de su contento; mas, en efecto, temiendo la máquina de 
tantos pertrechos, determinó de hablarle comedidamente, y así le dijo: si vuestra 
merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho (porque en esta venta no 
hay ninguno), todo lo demás se hallará en ella en mucha abundancia. Viendo Don 
Quijote la humildad del alcaide de la fortaleza (que tal le pareció a él el ventero y la 
venta), respondió: para mí, señor castellano, cualquiera cosa basta, porque mis 
arreos son las armas, mi descanso el pelear, etc. 

Pensó el huésped que el haberle llamado castellano había sido por haberle pareci


    

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